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Recuperar el pecado original. Prólogo a "Desbautízame" (Ediciones Oxímoron, 2015) de Ismael Rivera. Por Juan Morel R.

Han parido en un lugar del Edén
el génesis de este rojo apocalipsis.

Dicen las bíblicas religiones, que antes de nacer ya estamos condenados. Aún en el vientre, sin forma precisa todavía, los que habitan el mundo ya no tan placentero del afuera, deciden por nosotros y comienzan a nombrarnos.
Nacemos, y la palabra que nos nombra nos espera desde afuera. Nacemos, e inmediatamente caemos en las manos del nombre, en las manos del doctor y del cura, en las manos del registro civil que ya tiene un código reservado para nosotros. 
El nombre es lo dado. El nombre del abuelo, el nombre del actor o del artista, el nombre del personaje bíblico o histórico. El nombre nos instala en el mundo de los nombrados, de los registrados, de los que asignados a un número, pasan a formar parte de la historia.
Pero hay un momento antes del nombre, antes de las palabras que nos ordenan y nos sitúan: primero está la niebla.

Trasunta la niebla la madre del odio
cubriendo los gritos con llanto piedra
despoja de ropas la cama cansada
llamando a las puertas, marcando las calles
que el niño ya silba en tu vientre y te espera

Aparecemos desde la confusión, desde el caos, y el nombre da la primera forma a lo que no tenía forma, untándonos en sacramentos, bautizando nuestro cuerpo en nombre de prohibiciones.
Ya nacido, se asume la tradición, el nombre y el origen, como si fuera necesario para vivir en este mundo entregado por la madre, porque hay que decirle un nombre a los amigos, porque es imperativo jugar en la extensión del vientre que ahora es el ojo vigilante y el abrazo, donde lo que antes fue cordón umbilical ahora es la madre que grita y nos llama por el nombre en el que fuimos bautizados: “Ismael! Ismael! Ismael!”.
No es problema el nombre, ni es problema la enseñanza religiosa ni los rezos nocturnos; oraciones al aire, palabras, deseos y reflexiones infantiles arrojadas a la nada, murmuradas en silencio a orillas de la cama, con la intención de proyectarse hasta los sentidos del supuesto lector y oyente universal. No es problema Dios, ni tradición alguna, porque todavía todo es juego, porque todavía no conocemos las palabras ni los nombres, pero algo en un punto espera hasta quebrarse.
El recipiente que nos sostenía se fisura, y entre las grietas que aparecen como ojos, podemos ver el mundo del afuera, ese mundo que intimida y al mismo tiempo nos atrae con una gravitación desconocida.
Arreglar la grieta es la confirmación del encierro. Desbautizarse es abrirla y salir hacia afuera, hacia ese afuera donde tendremos que decir y usar nuestro nombre, aun cuando ya no sabremos quiénes somos realmente.
El bautizo que creíamos un pacto eterno con aquel a quien rezábamos, es ahora cuestionado: es el nombre el que es cuestionado, es la pregunta por lo uno y lo evitable. 

Bautízame vida no miedo ni frío
Ni oro ni rezo ni menos plegaria.
Vamos. Hemos salido del río en que fuimos sumergidos para que no pasara nada. Volvemos a lo confuso, a la niebla, a la rabia, somos ahora errantes en busca de un nuevo sacramento, alguna forma de bautizo que nos devuelva la visión pura con que veremos el mundo al que nos enfrentamos, ese mundo que ya no está protegido ni sesgado por cordeles sacros, ese mundo que se le muestra a los desbautizados, esa ciudad dividida por injusticias en las que hasta los perros saben de qué lado está justicia.

Desbautizarse no es una mera negación, no es sólo la rebeldía ante la marca o el linaje. Pese a ser una declaración de principios por oposición, no es una negación, sino todo lo contrario. Es la afirmación del origen, la aceptación resignada y sin rencor de la vida, de la vida en la que hemos sido bautizados como vida, la vida que no vale la pena quitarse, pues, como dice el poeta recordando al Cioran de Del inconveniente de haber nacido: “no merece la pena matarse: siempre lo hace uno demasiado tarde”.
Desbautizarse es saber quién es uno, o al menos quién no es uno, que es la forma en que se definen las unidades. Desbautizarse es saber desde dónde, es la conciencia de coordenadas en el espacio y en el tiempo, en la Geografía y en la Historia, es la conciencia del lugar desde donde se escribe, donde antes se lanzaban oraciones fantasmales a deidades todavía más fantasmales, palabras llenas de frío y de miedo, oraciones en función de rezo y de plegaria.

Hasta cuándo seguirás pontificando el temor
propagando la miseria en la sangre del hombre
infecta la vida, seca el fuego del ayllu

Acepta el origen, dice el desbautizado, acepta lo dado, acepta tu nombre, la tradición en que te situaron, pues no es sino desde ahí que has de vivir desbautizado.
El bautizo es en sí un desbautizo: el acto de sumergir al iniciado, esa forma extraña de arrancar del cuerpo o del alma el pecado original ante la supuesta necesidad de integrarse al camino de la salvación.
El desbautizo que ahora nos congrega, para el cual escribo estas palabras iniciales, es la conciencia del bautizo original, la aceptación del nombre bíblico que eligieron los padres, para negar desde ahí lo que debe ser negado y aceptar desde ahí lo que no puede sino aceptarse.
Desbautizarse es recuperar el pecado original, volver a la carne y olvidar el paraíso que nos fue negado. Aceptar el caos como espectador o como parte misma del caos: “el mundo se cae a pedazos y lo miras en primera fila”, canta la letra de una banda de punk que el poeta está escuchando, haciéndose camino entre la gente para llegar a la primera fila, mirar el caos, y soñar un pequeño orden que surge del estruendo y del aullido. Aparece entonces la poesía, el verso, la métrica, la oferta de un orden en que sentarse a descansar frente al caos.
El desbautizado sale del abrazo del bautizo, pero antes de volver a bautizarse, deambula a tientas por las calles, en el caos de lo innombrable, de lo que ya no tiene nombre, lo que nadie es capaz de explicarnos. No era orden lo que dijeron algún día que era orden.
En el caos del lenguaje, cuando las palabras pierden su significado común e instrumental, la poesía aparece como una forma de imponer el orden: la métrica, el verso, palabras cortadas por otras palabras. Un poco de orden en las manchas de la página.
Algo aparece en medio del apocalipsis, la duda ante los pasos de los que “viven sin vivir en el borde del silencio”¸ la pregunta que surge al ver el mundo, el  “enjambre de niños/ jugando a ver un parque/ entre los años del polvo”.
 Hay un olor a apocalipsis en los versos de este libro. Hay sospechas que cuestionan las regulaciones de la ciudad. Hay un vacío, algo que no tiene nombre, y no queda más que reír: “entre la risa voy vacío”. Algo va a ocurrir. Se huele. Se puede ver en las imágenes detenidas.
Cuando el cosmos se encienda agarrotado
de tanta inmovilidad forzada

Los versos hablan del caos, del curso de los ríos controlado, de los perros callejeros que olfatean la injusticia. Pero dentro de ese caos, dentro de la confusión y de la rabia desde donde nacen los versos, aparece la poesía como una nueva tradición en la cual bautizarse y confirmarse, una tradición desde la cual reducir, o simplemente descansar, el vacío y el caos que dejaron las tradiciones de las que el poeta se desbautiza. 

Te digo y escúchame bien, reclamo
el dolor y la dicha perdida, la Fiesta
el goce del cuerpo en la tierra mojada
que el hombre replique la tierra en el cielo

El canto permite redimirse, reírse del vacío, gritarle a la Historia, sobrevivir lo caótico en el orden de la métrica y la poesía, jugar y festejar entre la confusión de un mundo al que le fue negado el paraíso. Hay en eso una salvación: “cuando dejemos las ciudades y la tierra vuelva a ser de tus manos”. Basta recordar el origen distraído de los ríos,  porque es necesario recuperar el color para resistir festejando, carnavaleando, cantando y celebrando el sacramento caótico de la vida.

Hoy traemos colores y ladridos
hoy el carnaval es nuestro, de todos nuevamente
y nos unimos callejeros viejos canes
somos la jauría que creíste muerta de hambre
hambre hay
y eres la cena esperada.

Los versos salen a la calle, se organizan, acuden al carnaval para romper el silencio de las calles somnolientas y sometidas, el aburrimiento tedioso del silencio que hace ruido. Los versos se vuelven canción, se hacen públicos, y deciden pasar de la lectura al grito, de la tinta al canto, del escritorio a la calle, y recuperar así la fiesta en la palabra y el lenguaje.


Juan Morel R.



* Para escuchar la musicalización de los poemas hecha por Errante, ir a  https://soundcloud.com/bandaerrante/

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